lunes, 19 de enero de 2015

¿Recuperación? No, Gracias. TRANSFORMACIÓN

Si recuperar es en la primera acepción que recoge la RAE "Volver a tomar o adquirir lo que antes se tenía" que no cuenten conmigo para la recuperación económica.

No me parece una buena idea reproducir el escenario que existía antes de la crisis.

Yo creía que lo de refundar el capitalismo significaría otra cosa. Que este desastre era una clara manifestación del fracaso del sistema y que nadie en su sano juicio iba a plantearse retornar a él.
Cuánta ingenuidad. Ahora sé que todo lo que se ha hecho desde que estalló la burbuja especulativa ha ido dirigido a restablecer el estado de cosas anterior. Nadie con un mínimo de poder e influencia ha pensado seriamente en cambiar algo.

La esperanza que para la mayoría representó Obama sirvió para aplacar los primeros deseos de cambio. Todos pensamos que vendría un nuevo tiempo de justicia global.

Pero nos topamos con un multimillonario plan de rescate sin contrapartidas para salvar el culo de los pirómanos que habían incendiado la economía, mientras que los verdaderamente afectados por la crisis, los trabajadores, perdían sus casas y sus empleos sin que nadie acudiese en su auxilio con generosas donaciones de fondos públicos.

Los que defendían las ideas económicas que nos han llevado al desastre siguen impartiendo doctrina, planteando las mismas recetas de recortes de derechos laborales y prestaciones sociales y control del déficit que se han demostrado ineficaces, y, lo que es peor, continuan al frente del tinglado.
Incluso pretenden aprovechar la crisis para dar una nueva vuelta de tuerca y herir de muerte el estado del bienestar.

Los rescatados con el dinero que hubiera servido para ayudar a los que más lo necesitaban, sacan pecho de nuevo y se permiten presionar a los estados que acudieron en su ayuda para exigirles políticas de ajuste que sirvan para proteger sus inversiones especulativas.
Afirman con descarado cinismo, que sólo hay una opción, que no existe alternativa, y, paradójicamente, saldremos adelante sólo si se aplican las mismas recetas que provocaron la hecatombe.

El déficit público es el nuevo anatema. El peligro que hay que conjurar a toda costa aunque nadie habló de él cuando se rescataba a los bancos. Preocupa ahora sobremanera el sobreendeudamiento de los estados y nunca preocupó antes de que estallara la crisis, el sobreendeudamiento de las clases medias y bajas, favorecido por las facilidades crediticias que irresponsablemente promovían las entidades financieras y las políticas monetarias neoliberales.

Lo que me empieza a resultar insufrible es el estado de letargo y de apatía de la mayor parte de la población. Comprendo que en estado de shock es difícil actuar y movilizarse, pero la dimensión de la tomadura de pelo es de tal calibre que sólo un nivel de estupidez colectiva descomunal puede justificar tanta resignación y aborregamiento.

Humildemente tocapelotas

Alguien dijo que hay dos clases de personas, las que preguntan por qué y las que jamás preguntan nada.
Claramente las primeras, incomodan al poder mucho más que las segundas.
Muchos adultos se zafan del agobiante acoso de un niño preguntón con respuestas terminantes como "porque sí" o "porque lo digo yo, ¡coño!". El niño preguntón pronto descubre que calladito está más guapo y que la vida resulta mucho menos complicada, si deja que otros piensen por él.
En tiempos no tan remotos, los gobernantes fueron igual de sutiles que esos adultos abusones y apelaron a la fuerza o a una supuesta superioridad moral para sacudirse a los molestos preguntones tocapelotas. Más tarde, cuando decayó el glamour de las hogueras, idearon otros sistemas más sofisticados y crearon opinión acaparando medios de comunicación y forjando ideólogos a sueldo, a los que revestían de un aparente rigor intelectual.
Hoy ganan por goleada los que nunca preguntan.

Vivimos en un mundo en el que unos pocos gestionan las causas y una masa acrítica y resignada padece los efectos. Esa masa se comporta como el niño adaptado al que le arrebataron el ansia por conocer.
Fue Goethe el que afirmó que "no existe peor esclavitud que la de aquellos que se creen libres sin serlo".
Los poderosos, previo generoso reconocimiento de que algunas causas producen consecuencias indeseadas, permiten a algunos espíritus rebeldes gestionar esos efectos y hacerle un favorecedor lifting al sistema. La enfermedad persiste, pero el paciente agoniza guapo y aparentemente rejuvenecido. Se genera la ilusión del cambio pero en esencia todo sigue igual.
Pensemos en las políticas de la ONU para el desarrollo. Son un conjunto de medidas paliativas que no remueven las causas del subdesarrollo sino se limitan a aliviar el sufrimiento que producen. Innumerables ONGs actúan con parecida filosofía. Acuden en ayuda de los más necesitados pero se declaran apolíticas.
El discurso sobre los derechos humanos repite este esquema. Amnistía Internacional, por ejemplo, denuncia su incumplimiento sistemático o contribuye a que no se produzcan violaciones concretas de los mismos pero no se interroga sobre las causas que impiden su aplicación universal. Si se implicasen políticamente perderían libertad de acción y probablemente no podrían seguir desarrollando su labor. Pero su conformismo los convierte en cómplices involuntarios del sistema.
La Iglesia es especialista en gestionar efectos. Lo que ocurre es que a diferencia de la ONU o las ONGs conoce el funcionamiento de este tinglado y se aprovecha de él. Construye argumentos de fe y de autoridad para controlar las conciencias, y mientras su jerarquía se autoproclama portadora de la verdad revelada y la pone al servicio de los poderosos, un ejército de fieles bienintencionados reparte sopa boba en los conventos. Los que osan ir más allá y defienden la opción de la iglesia por los pobres, son excomulgados o severamente reprendidos.
Hay, sin embargo, esperanza. La humanidad siempre ha avanzado poniendo en solfa los valores aceptados acríticamente.

La principal contribución que modestamente podemos realizar para seguir avanzando es no dejar de preguntar. Seguir siendo unos tocapelotas.