lunes, 19 de enero de 2015

Humildemente tocapelotas

Alguien dijo que hay dos clases de personas, las que preguntan por qué y las que jamás preguntan nada.
Claramente las primeras, incomodan al poder mucho más que las segundas.
Muchos adultos se zafan del agobiante acoso de un niño preguntón con respuestas terminantes como "porque sí" o "porque lo digo yo, ¡coño!". El niño preguntón pronto descubre que calladito está más guapo y que la vida resulta mucho menos complicada, si deja que otros piensen por él.
En tiempos no tan remotos, los gobernantes fueron igual de sutiles que esos adultos abusones y apelaron a la fuerza o a una supuesta superioridad moral para sacudirse a los molestos preguntones tocapelotas. Más tarde, cuando decayó el glamour de las hogueras, idearon otros sistemas más sofisticados y crearon opinión acaparando medios de comunicación y forjando ideólogos a sueldo, a los que revestían de un aparente rigor intelectual.
Hoy ganan por goleada los que nunca preguntan.

Vivimos en un mundo en el que unos pocos gestionan las causas y una masa acrítica y resignada padece los efectos. Esa masa se comporta como el niño adaptado al que le arrebataron el ansia por conocer.
Fue Goethe el que afirmó que "no existe peor esclavitud que la de aquellos que se creen libres sin serlo".
Los poderosos, previo generoso reconocimiento de que algunas causas producen consecuencias indeseadas, permiten a algunos espíritus rebeldes gestionar esos efectos y hacerle un favorecedor lifting al sistema. La enfermedad persiste, pero el paciente agoniza guapo y aparentemente rejuvenecido. Se genera la ilusión del cambio pero en esencia todo sigue igual.
Pensemos en las políticas de la ONU para el desarrollo. Son un conjunto de medidas paliativas que no remueven las causas del subdesarrollo sino se limitan a aliviar el sufrimiento que producen. Innumerables ONGs actúan con parecida filosofía. Acuden en ayuda de los más necesitados pero se declaran apolíticas.
El discurso sobre los derechos humanos repite este esquema. Amnistía Internacional, por ejemplo, denuncia su incumplimiento sistemático o contribuye a que no se produzcan violaciones concretas de los mismos pero no se interroga sobre las causas que impiden su aplicación universal. Si se implicasen políticamente perderían libertad de acción y probablemente no podrían seguir desarrollando su labor. Pero su conformismo los convierte en cómplices involuntarios del sistema.
La Iglesia es especialista en gestionar efectos. Lo que ocurre es que a diferencia de la ONU o las ONGs conoce el funcionamiento de este tinglado y se aprovecha de él. Construye argumentos de fe y de autoridad para controlar las conciencias, y mientras su jerarquía se autoproclama portadora de la verdad revelada y la pone al servicio de los poderosos, un ejército de fieles bienintencionados reparte sopa boba en los conventos. Los que osan ir más allá y defienden la opción de la iglesia por los pobres, son excomulgados o severamente reprendidos.
Hay, sin embargo, esperanza. La humanidad siempre ha avanzado poniendo en solfa los valores aceptados acríticamente.

La principal contribución que modestamente podemos realizar para seguir avanzando es no dejar de preguntar. Seguir siendo unos tocapelotas.

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